miércoles, 10 de noviembre de 2010

Llovía, llovía mucho

Esa mañana llovía mucho. El cazador —podría decirse así— nunca había visto llover de aquella manera, pero tampoco —nunca antes, al menos— había tenido que vivir en una isla llena de moscas.
Ellas, las moscas, habían desaparecido de las hojas que goteaban agua. Idas, ocultas, evaporadas. El cazador podía dedicarse ahora a afilar su lanza —pude que a fabricar una nueva— sin prisa, sin tener que salir a cazar. Descansaba bajo una hoja grande de palmera. Pudiera ser que pensara en si a la gente se le mojaría la ropa que había tendido, o en cuanto tiempo puede llenarse un charco antes de convertirse en laguna. También pudiera ser que no pensara en nada.
Observaba la punta de su lanza con detenimiento. De vez en cuando la rascaba por un lado, y las muescas de madera caían al suelo lleno de agua.
Llovía, llovía mucho. El cazador de moscas nunca había visto llover de esa manera hasta esa mañana.

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