lunes, 13 de junio de 2011

Charcos

Si llueve quedan charcos en el suelo.
—Es lo lógico, por supuesto ―piensa el cazador. ―Pequeños charcos redondos.

Como cuando la arena de la playa queda salpicada por ellos tras una tormenta. O a lo largo de los caminos, bajo los árboles. O también esos diminutos estanques que se quedan atrapados en las hojas.
Si llueve quedan charcos en el suelo.
Pero no siempre llueve y el suelo se seca. Y los charcos se secan.
―Los charcos deberían secarse ―se dice el cazador.
Porque desde la última tormenta, aunque ha brillado el sol durante dos semanas, los charcos siguen en la playa, a lo largo de los caminos bajo los árboles o atrapados en las hojas.
El cazador se arrodilla en la arena y se inclina sobre uno de los charco y con las manos en forma de cuenco, empieza a quitar el agua de allí.

sábado, 4 de junio de 2011

El agujero

Con sorpresa, esa mañana despejada, el cazador ha encontrado un agujero en el suelo.
—¡Un agujero en el suelo! —ha exclamado.
Un agujero en el suelo puede ser una cosa común, puede parecer una cosa común pero, como el cazador bien sabe, esta es su isla, y un agujero no es, por supuesto, algo común.
El agujero está en un lateral del camino, es un hueco oscuro y bastante profundo pero no hay ni una sola hoja alrededor, como si hubiera sido limpiado minuciosamente.
El cazador se agacha despacio, apoyándose sobre la lanza, y alarga una mano para tocar los bordes del agujero.
—Un agujero... —susurra. —No lo entiendo, no lo entiendo.
Por eso el cazador espera mientras se va la mañana y pasa la tarde. Espera hasta que cae la noche. Sigue mirando el agujero hasta que la isla comienza a zumbar, a vibrar y las moscas bajan al suelo. Entonces la cabeza de un gato sale del agujero, en un movimiento rápido, y como si llevara haciendo eso desde que el mundo empezó, atrapa una mosca entre los dientes y mastica. Sin mirar al cazador sale del agujero y se aleja por el camino.
—Un agujero —repite el cazar, viendo como el gato se aleja. —Qué extraño.

viernes, 27 de mayo de 2011

Nubes, colores

El cazador lleva una semana pensando que por fin volverán a por él. Es un presentimiento extraño, quizás un cambio —ligero, muy ligero— en el color o en el movimiento de las nubes.
Hace un par de días, a punto de arrojar la lanza, ha levantado la cabeza y luego ha apoyado la mano, a modo de visera, sobre la frente.
—Las nubes están cambiando de color —ha dicho.
Luego ha vuelto a la caza. La mosca gorda seguía posada en la misma hoja, en la misma posición, y antes de arrojar la lanza, el cazador ha estado tentado de hablarle, de contárselo.
—Las nubes han cambiado de color —ha estado a punto de decirle a la mosca—. Van a venir a buscarme.
Pero al final no ha dicho nada. Ha apretado la lanza en la mano, ha apuntado recto —guiñando un ojo como cualquier cazador auténtico haría— y ha atravesado a la mosca gorda y negra.
Al final de la mañana ha cocinado la mosca y se ha sentado en la playa mirando el cielo.
Ha sido entonces cuando lo ha visto.
Allí, en su isla llena de moscas, estaba volando a lo lejos una gaviota.

sábado, 30 de abril de 2011

Orígenes

Debajo de una piedra hay una piedra. Debajo de ella hay una piedra. Aún así, todavía debajo vuelve a haber otra y un poco más abajo aún hay alguna más. Si sigue levantando piedras puede que debajo de la última —pero sólo de la última— encuentre una mosca. Eso nadie lo sabe. Ni siquiera el cazador lo sabe. Por eso sigue levantando piedras en esa playa rocosa. Levanta piedra, tras piedra, tras piedra.

viernes, 15 de abril de 2011

Proyecto

Después de pasarse un par de horas proyectando, mirando fijamente el lugar escogido, desbrozándolo con los ojos y viendo más allá de los troncos de palmeras y cocoteros, por fin el cazador se pone manos a la obra.
—Este lugar es perfecto —se dice.
Tiene que darse prisa, reunir los materiales antes de que caiga la noche. Elige los mejores troncos de árbol, jóvenes pero firmes y seguros para construir las paredes. Para el techo utiliza una red trenzada con las lianas de la selva que luego recubre con grandes hojas de palma.
Se para y descansa. Un poco después cocina un par de moscas. Fritas. Se puede decir que le gustan, mucho. Al ponerse de nuevo al trabajo mira hacia el horizonte. La tormenta todavía aparece lejana, en el mar, pero se acerca.
Sólo media hora después el cazador ha acabado su refugio. Una caseta sólida, resistente, perfecta.
—¿Acaso alguien lo habría podido hacer mejor? —dice orgulloso.
Luego ríe, mirando hacia las moscas, satisfecho, repitiendo para sí esa última frase.
—¿Lo hubierais podido hacer mejor?
Pero es apenas un susurro, o quizás tan sólo el zumbido intermitente de las moscas antes de que llegue la tormenta.

domingo, 10 de abril de 2011

No es tan común

No es algo tan común encontrase un papel arrugado, con una frase ―unas pocas palabras a lápiz― en medio de la selva. Por eso el cazador de moscas está apoyado contra un tronco, por eso lee despacio. Estira el papel y se lo acerca a la cara y un segundo después lo aparta deprisa.
Es la prueba ―la única que tiene― de que quizás no está solo en la isla, de que puede haber alguien más.
Es por eso por lo que, cuando las moscas se han posado en los árboles, al atardecer, decide arrojar el papel lejos, muy lejos, y olvidarse de ese pequeño detalle.

lunes, 21 de febrero de 2011

Las moscas son

—Las moscas son insectos dípteros —recuerda el cazador que le decían en la escuela.

Les hacían aprender el número de patas (arañas ocho, insectos seis, cangrejos 10) y luego tenían que recitarlo al día siguiente, como si fuera una tabla de multiplicar.
—Cangrejos seis, insectos ocho, arañas diez— decía alguien.
—¿Son ortópteros los saltamontes? —preguntaba otro.
En primavera se llevaban los bichejos a clase, en cajas de zapatos con agujeros o metidos en calcetines. La maestra seguía repitiéndoles aquello de los dípteros.
—Las moscas son insectos dípteros, porque tienen dos alas.
El cazador, de niño, podía recordar la mayoría de nombres de los bichos que se comían las plantas del jardín de su madre. En la playa, con el sol a punto de irse, piensa en todos aquellos nombres que ahora le suenan tan lejanos.
Cuando anochece vuelve a la selva. A las moscas que le miran desde los árboles les dice:
—No sois nada más que insectos dípteros de seis patas. No me mireis así

sábado, 22 de enero de 2011

La lanza

El cazador preferiría olvidarse de las moscas por un tiempo. Por eso sale de esa parte de la isla cercana a la primera playa.
Y no, no ha olvidado la lanza.
Antes de salir a explorar se aseguró de dejarla bien escondida.
"Vamos, olvida las moscas" se dice.
Pero las oye zumbar y zumbar, todo alrededor suyo.
"Olvida las moscas"
Y aún siguen ahí.
Ha salido de noche. No hay peligro —lo sabe, seguro— y las moscas duermen. Aunque no es fácil encontrar caminos entre la maleza y las lianas que cuelgan de los árboles sigue adelante.
"Adelante siempre" se dice estirando los brazos, como desperezándose.
Cuando comienza a amanecer el cazador descansa. Se tumba bajo unas hojas grandes de palmera y se duerme.
Sueña que está cazando.
"No, no" se dice todavía revolviéndose en sueños.
Las moscas le sobrevuelan.
"No, no, no"
Pero al final abre los ojos.
Agarra un palo (¿acaso no es esa su lanza?) sin mirar y golpea a una, dos, tres; bien gordas, que caen al suelo.
El cazador de moscas las mira desde arriba. Se encoge de hombros ligeramente y arroja el palo lejos, todo lo lejos que puede.
Volverá a su sitio cerca de la primera playa. No hay más remedio, lo ha comprendido.
Sólo le queda encontrar el palo de nuevo. Ese palo que acaba de utilizar. Porque... ¿acaso no era esa su lanza?

lunes, 3 de enero de 2011

Todo saldrá bien

Con más de diez moscas para la cena, el cazador es inmensamente feliz. Las ve revolverse en las jaulas. Aún no las ha matado. "Todavía no hace falta" se dice. Las mira con un aire feliz, como diciéndoles que no se preocupen, que todo saldrá bien.
—Mis niñas. Todo va a ir muy bien.
A las más grande la llama Eleanor. Lo decidió cuando consiguió por fin encerrarla en la jaula.
—Ea, ea. Eleanor —le dice a veces.
Y Eleanor se revuelve dentro de su coco-jaula mientras el cazador va amontonando palitos secos.
—Ea, ea. Eleanor, bonita —le dice de nuevo.
Un humillo tímido empieza (¡Al fin!) a salir de entre la leña. El cazador coje entonces su lanza y alcanza con la otra mano una de las jaulas. La abre despacio, con cuidado que la mosca no escape, y zas, la ensarta. Sobre la hoguera le da vueltas lentamente.
—Oh, Eleanor, no hay ninguna prisa.
Cuando acaba con las otras nueve coje con delicadeza la jaula-coco de Eleanor. Ella zumba dentro (casi se podría decir que tiembla). El cazador la mira sonriente, con la jaula-coco a la altura de los ojos.
—Eleanor, querida, no hay porqué tener miedo. Todo saldrá bien.