domingo, 14 de noviembre de 2010

El cocotero

Amanecía y todas las moscas —todas—, habían vuelto a los árboles. Sentado bajo la hoja de palmera, el cazador tardó en moverse. Había cogido la lanza (estaba apoyada en el tronco), había mirado alrededor, y no había tardado en decidir el camino: el que quedaba a su espalda.
Caminó hasta media tarde. Tenía ya cuatro moscas colgando del cinturón. Entonces se paró delante del cocotero, le dio un golpe al tronco y luego, entre inquieto y nervioso como un niño pisando los últimos charcos de lluvia, pegó la oreja a la madera.
Sonrió. Volvió a golpear pero esta vez tanteando; primero fuerte y luego cada vez más débil todo alrededor del tronco. Y más alto —por encima de su cabeza— y a la altura de los pies. No le quedaban dudas. Ese era el cocotero perfecto, los cocos estaban listos.
Apenas si estaba oscureciendo pero las moscas ya bajaban al suelo, a dormir. El cazador encendió una hoguera junto al árbol. Los cocos, decidió, los sacaría a la mañana siguiente.

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