sábado, 27 de noviembre de 2010

Llevar la cuenta

A veces piensa —el cazador, piensa— que debería llevar la cuenta en alguna parte. No sabe exáctamente que cuenta debería llevar. A veces cree que lo mejor sería saber cuantas moscas ha cazado. Otras simplemente piensa en cuantas ha asado y cuantas ha comido cocidas —él prefiere el cocido de moscas, sin ninguna duda—.
A veces piensa —el cazador, piensa— que lo que debería contar son los días desde que llegó a la isla. No sabe cuantos son. Se dice "debería marcar palitos en la corteza de un árbol". A veces piensa —el cazador, piensa— que lo mejor sería ponerse a separar uno a uno los granos de arena de la playa.
A veces piensa —el cazador, piensa— en todas las gotas de agua que han caído sobre las hojas de sus cocoteros, en si el mar se hiela en invierno y si las moscas se extinguirán. Piensa en cuanta gente no ha dicho su nombre.
A veces piensa —el cazador, sí, piensa—.
A veces no piensa en nada.
A veces —el cazador, sí, a veces— sólo está.

lunes, 22 de noviembre de 2010

¿Y no serían mejor saltamontes?

—Puag, ¡moscas! —imagina que alguien le dice

—¿Y no serían mejor saltamontes? ¿hormigas, si acaso? —otro entra en la conversación.
—Sí, eso —habla el primero —fritos o algo así, como hacen los pigmeos.
Le señalan la hoguera, las moscas asándose lentas.
—Moscas, moscas ¿a quién se le ocurre? —un tercero dice mientras mastica algo.
El cazador se levanta, le da vuelta a las moscas. Se han chamuscado un poco por ese lado.
—Moscas. Son tan vulgares.
Por encima de la hoguera los árboles y en los árboles el zumbido intermitente.
—Saltamontes. Busca saltamontes. Suena bien. Cazador de saltamontes.
—¿Y qué es eso de cazador de moscas? —dicen.
El cazador se da la vuelta y les manda callar.
—Silencio —pide y vuelve a darle otra vuelta a las moscas que están al fuego.
Se le han quemado.


domingo, 14 de noviembre de 2010

El cocotero

Amanecía y todas las moscas —todas—, habían vuelto a los árboles. Sentado bajo la hoja de palmera, el cazador tardó en moverse. Había cogido la lanza (estaba apoyada en el tronco), había mirado alrededor, y no había tardado en decidir el camino: el que quedaba a su espalda.
Caminó hasta media tarde. Tenía ya cuatro moscas colgando del cinturón. Entonces se paró delante del cocotero, le dio un golpe al tronco y luego, entre inquieto y nervioso como un niño pisando los últimos charcos de lluvia, pegó la oreja a la madera.
Sonrió. Volvió a golpear pero esta vez tanteando; primero fuerte y luego cada vez más débil todo alrededor del tronco. Y más alto —por encima de su cabeza— y a la altura de los pies. No le quedaban dudas. Ese era el cocotero perfecto, los cocos estaban listos.
Apenas si estaba oscureciendo pero las moscas ya bajaban al suelo, a dormir. El cazador encendió una hoguera junto al árbol. Los cocos, decidió, los sacaría a la mañana siguiente.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Llovía, llovía mucho

Esa mañana llovía mucho. El cazador —podría decirse así— nunca había visto llover de aquella manera, pero tampoco —nunca antes, al menos— había tenido que vivir en una isla llena de moscas.
Ellas, las moscas, habían desaparecido de las hojas que goteaban agua. Idas, ocultas, evaporadas. El cazador podía dedicarse ahora a afilar su lanza —pude que a fabricar una nueva— sin prisa, sin tener que salir a cazar. Descansaba bajo una hoja grande de palmera. Pudiera ser que pensara en si a la gente se le mojaría la ropa que había tendido, o en cuanto tiempo puede llenarse un charco antes de convertirse en laguna. También pudiera ser que no pensara en nada.
Observaba la punta de su lanza con detenimiento. De vez en cuando la rascaba por un lado, y las muescas de madera caían al suelo lleno de agua.
Llovía, llovía mucho. El cazador de moscas nunca había visto llover de esa manera hasta esa mañana.

domingo, 7 de noviembre de 2010

La hoguera

—¿Cómo se llamaba? —dice.

Las enormes moscas zumban por todas partes.
El cazador mira la hoguera del centro del claro. Ha decidido que dormirá allí. Ahora cocina una de las moscas que cazó.
—¿Cómo se llamaba?
Coge la lanza con la mosca ensartada, la aparta del fuego y se la acerca. La toca con dos dedos. Tira de una pata. La prueba. Todavía está algo dura.
—¡Dime mi nombre! ¿Quién es el hombre de la isla? —grita hacia ninguna parte.
Luego sigue comiendo. El resto de moscas zumba. Y eso es lo único que se oye en la isla.

Finalista del concurso de Relatos en cadena de Escuela de Escritores y Cadena SER
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viernes, 5 de noviembre de 2010

Ésto es cómico

"Ésto es cómico" pensaba el cazador mientras se desenredaba una liana de la pierna. "Terriblemente cómico"
Había trepado a un árbol, un cocotero que extrañamente no tenía ningún coco. Había subido a la rama más alta, acechando a las moscas. Había apuntado con la lanza, sigiloso, como ha de ser todo buen cazador. Había esperado, acercándose milímetro a milímetro a las gordas moscas posadas al final de la rama. Se había arrastrado, desgarrándo la tela de la ropa.
Luego había arrojado la lanza y ensartado una de aquellos bichos. Se había levantado apenas, movido unos centímetros más adelante y, todavía con la lanza bien apretada —y la mosca clavada en la punta— había resbalado y había quedado colgando de espaldas al suelo, sujeto por unas lianas. La nube de moscas volvía a posarse otra vez. En las ramas, en las hojas, en las lianas y en la lanza y una, del tamaño de un puño cerrado, sobre la tripa del cazador —movíase nerviosa, reconociendo ese terreno blando y carnoso al que estaba poco acostumbrada—.
—¡Terríblemente cómico! —gritó el cazador agitando en el aire la lanza.
Y la mosca de su tripa, del tamaño de un puño cerrado, echó a volar, asustada.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Primer día de caza

Llegó a la isla como quien despierta de un mal sueño. Abrió los ojos, se los restregó y se limitó a mirar la espesura verde oscuro que empezaba al acabar la arena.
Aquella misma mañana salió de caza. Afiló un rama larga, recta y cruzó la playa donde quedaron las huellas de sus pies profundamente marcadas en la arena.
Al principio buscó cabras salvajes, monos, pájaros incluso. Pero allí lo único que había eran árboles enormes y moscas.
Moscas grandes.
Y muy negras.
Y ruidosas.
Y aún así, eran moscas difíciles de cazar.

Tres moscas

No fue una tarde muy fructífera en la isla. Había recorrido la ladera norte buscando los mejores cocoteros y los había marcado. Volvía tarde, todo había de admitirse, y del cinturón no le colgaban más que tres moscas.
Y tres moscas apenas llegaban para la cena.